Por allá por los años 40 y bien entrados los 50, era habitual ver de noche a los muchachos estudiantes sentados en sus pequeñas sillas de extensión, de lona a rayas coloridas, con un termo con café y varios libros al lado, leyendo bajo la la luz de un farol en las placitas de la capital. Imagino que la misma imagen se repetía en las ciudades del interior del país, especialmente en Mérida una ciudad estudiantil por excelencia. Cuando el frío arreciaba –en la Caracas de aquel entonces- los muchachos se enrollaban en sus cobijas, o se colocaban sweters y ponchos, pero nunca dejaban de ir a su lugar de estudios.
Esta costumbre devino del hecho de que la mayoría de tales estudiantes venían de diversos sitios del país a prepararse en los colegios y universidades caraqueñas. Casi nunca tenían familia en la capital, por consiguiente, se veían obligados a vivir en pensiones, donde no les era permitido permanecer toda la noche con la luz de la habitación encendida. Entonces, los estudiantes se valían de alumbrado público y solventaban el problema. La cuestión se hizo tan habitual, que hasta los chicos que tenían casa en Caracas –las chicas no solían estudiar así- adoptaron esta modalidad de estudiar fuera y juntarse en grupos de amigos para repasar las lecciones. Generalmente cada grupo tenía una plaza designada, la más cercana posible al sitio de su vivienda. Eran otros tiempos, la ciudad tenía más plazas arboladas, nadie era asaltado ni molestado; por el contrario los policías de guardia, llegaban a saludar y compartir un cafecito con los aplicados chicos.
¡Vainas de mi ciudad!
Caracas, febrero, 2012
Ilustración sacada de la web.